Los análisis precedentes facilitan la comprensión del dato de la tradición teológica de inspiración tomista, según el cual la prudencia es virtud unitaria y compleja; participa contemporáneamente de las prerrogativas de las virtudes intelectuales (como la inteligencia, la ciencia, la sabiduría y el arte) y de las morales. Es virtud intelectual porque perfecciona la actividad de la razón; es virtud de la razón práctica porque cualifica a la razón en su valencia específica de facultad ordenada a la praxis, es decir, de la facultad que valora la realidad a la luz del bien que hay que realizar en relación con el fin al que hay que orientarse.
Por su conexión con el campo de las costumbres y con el mundo de la afectividad, del bien que hay que amar y perseguir, es considerada virtud moral: discierne y decide lo que es proporcionado al bien-fin que ama la voluntad, al cual tiende y hacia el cual hace converger la transformación y la humanización de la realidad. Es una virtud, porque la persona que la cultiva se capacita para conocer y perseguir el bien, no una vez u otra, sino de modo permanente, con intensidad y con verdad. La gestión más difícil no es la encaminada a programar las cosas que hay que hacer, sino la que se dirige a orientar la existencia por el camino de la verdad y del bien. La virtud de la prudencia es cualitativamente diversa de la disponibilidad a ser veraces, a obrar bien una vez u otra. La virtud no hace impecable, pero impone no consentir en el pecado, no considerarlo inevitable y no resignarse a él. La persona virtuosa no se libra de las contradicciones, de la ignorancia, de la dificultad de leer la verdad y de asentir a sus exigencias; pero, a pesar de estos limites y de estos obstáculos, tiende con sinceridad, con decisión eficaz, a la connaturalización con el bien humano, persevera en el intento de reflexionar, juzgar y obrar en la línea del bien.
La madurez prudencial no se improvisa; es fruto de un arduo aprendizaje, y o acompaña al ser humano constantemente en su camino o se convierte en una veleidad abstracta.
La repercusión más negativa de la carencia de atención a esta virtud se percibe en la atrofia de la capacidad de armonizar la historia propia con la de todos y de querer que tienda al bien de todo ser humano en todo el ser humano. A menudo también las personas virtuosas van a la zaga en este campo, manifiestan escasa atención a la realidad: pendientes de la realización de los microproyectos, no "juzgan por sí mismas los signos de los tiempos" (Lc 12,54-57), no consideran la valencia política de las opciones que persiguen y comparten con fatiga la responsabilidad del crecimiento comunitario. El que renuncia a preocuparse de la paz no se construye a sí mismo y no es fiel a Dios. La prudencia personal y comunitaria es componente esencial de la propuesta cristiana sobre la rectitud humana. Asentir a ella en el hoy de la historia es estilo de fidelidad. El dinamismo prudencial es auténtico cuando está inspirado y orientado por la fidelidad y no por el cálculo, por la búsqueda de lo que puede garantizar de riesgos o proporcionar una garantía. cualquiera de inmunidad. La prudencia no es una varita mágica de nuevo tipo (Cf PLATÓN, República II, 359d), es la prerrogativa de las personas rectas y honestas que, fieles a su vocación humana y cristiana, conjugan en realidad el comportamiento concreto con la orientación de vida.
El conocimiento del obrar que hace crecer a la persona como sujeto de relación conecta estrechamente con la cualidad de las relaciones que construye. Éstas son verdaderas cuando las viven personas que no están movidas por formalidades abstractas de bien, que asienten a la solidaridad en la comunidad humana, que viven la responsabilidad de la historia con fidelidad a la propia vocación final. Viviendo se aprende a vivir.
Santo Tomás destaca esta circularidad cuando afirma que toda virtud moral debe ser prudente (De virtutibus in communi, a. 12, ad 23) y que sin virtud moral no puede haber prudencia (S. Th., II-11, q. 47, a. 3, ad 3; I-II, q. 65, ad 2 c). Los comportamientos inspirados en la verdad contienen una forma específica de conocimiento y desembocan en él.
La prudencia tiene como materia propia, como campo específico de acción, la connaturalización de la razón con las condiciones del bien humano. Se trata de discernir, realizar y verificar lo que hace justos, fuertes y sobrios, agentes de paz en la familia humana abierta al todavía no de sus posibilidades. Esta espera de racionalidad global, aunque es connotada por otros términos, es muy viva en el mundo de hoy.
Aunque parezca que los fenómenos culturales contemporáneos han hecho saltar el modelo prudencial transmitido en la tradición occidental, si se consideran atentamente los hechos se advierte que vuelven aproponer sus valencias principales. Estas no son ya patrimonio de una escuela, sino que se han convertido en componentes de la cultura. La paz personal y comunitaria exige la aportación de análisis sociales y de orientaciones psico-pedagógicas. Todas las lecturas y métodos de investigación científicamente fundados, resultan cada vez más imprescindibles en orden a una seria y auténtica valoración de la realidad social, cultural, religiosa y humana. Por desgracia, a menudo esta rica gama de elementos sigue aún vinculada a uno u otro sector de investigación, de suerte que resulta difícil asumirla de modo articulado para ayudarse y ayudar a hacerse cargo de modo habitual de la orientación de la vida y armonizarla con la de las comunidades en orden a una auténtica aportación a la cualificación del bien humano. La interdisciplinariedad creciente de las aproximaciones a las situaciones humanas es síntoma de la necesidad de promover esta convergencia de elementos. A menudo el que obra vive sólo el riesgo, la responsabilidad y las consecuencias de lo que hace para articular el discernimiento, la decisión y la obra. Es decir, la reflexión común debe reconstruir la unidad de la propuesta prudencial que parece desatendida por los análisis que tienden a separar sus diversos momentos: el discernimiento, la decisión, la ejecución, la valoración.
La espera de la lectura perspectivista y valorativa de los fenómenos humanos, la sensibilidad a los análisis de los dinamismos psicológicos y socio-culturales, la búsqueda de criterios de lectura y de valoración de las decisiones, el análisis de su valencia constituyen otros tantos índices del valor que se atribuye a lo que la propuesta tradicional sobre la prudencia había evidenciado a su modo. La paradoja de esta virtud está en el hecho de que puede aparecer como fin de sí misma, mientras opera en los sectores de las diversas virtudes; no puede separarse de ellas; es como el fermento en la masa fermentada, es forma y medida de las decisiones que estructuran la vida de las personas y de las comunidades.
La alabanza de la prudencia son las acciones justas, sobrias, fuertes y religiosas. Son prudentes las personas que practican la justicia y cualifican en lo concreto de las situaciones su orientación de vida. Si el malestar que muchos manifiestan ante el apelativo prudente se dirigiera al formalismo que discute y dialectiza sobre la justicia, pero descuida sus exigencias, estaría más que justificado.
En los giros importantes de la historia personal y comunitaria es cuando resulta ineludible la decisión de obrar; y la espera de respuestas verdaderas e iluminadoras encuentra dificultad para ser satisfecha, emerge inmediatamente el daño que se realiza cuando se descuida cultivarse en la inteligencia de la realidad, en la capacidad de discernir el bien humano y de realizarlo sin reductivismos y sin rémoras.
Si hoy las ciencias han abierto los caminos del poder, cada miembro de la humanidad ha de capacitarse para el uso responsable del mismo. Cuanto más la ciencia y la técnica permiten a todos alcanzar metas siempre nuevas, tanto menos los pueblos y personas deben estar desprovistos ante la decisión relativa a la rectitud de lo que está bien querer para no comprometer las relaciones personales y comunitarias, la relación con el cosmos y con el ambiente. Cuanto más realizables son posibles futuros, tanto más urgente es ponerse de acuerdo sobre un futuro común de dimensión de bien humano en cada ser humano.
Descrito el proceso del discernimiento, de la decisión y de la ejecución, podría parecer suficientemente trazado el papel de la prudencia. En realidad su aspecto más profundo y vital apenas ha sido rozado. Penetrar su dinamismo significa entrar en el mundo misterioso y complejo del crecimiento espiritual de las personas. La elección de vida que éstas siguen inspira las elecciones que realizan e influyen en la decisión de los caminos que recorren. El recto enfoque de la prudencia depende de las buenas relaciones con el último fin (ella es fruto de la caridad) del mismo modo que de la relación con los otros fines (S. Th., I-II, q. 65, a. 2c). La comunión con Dios, potenciada por los dones del Espíritu, influye de modo determinante en el discernimiento de las decisiones que hay que tomar y en la valoración de las posibilidades concretas de acción. En quien es fiel a la relación con Dios, todo brota de la gracia y todo concurre a fortalecerla en sus exigencias más profundas. Y ello no por un automatismo determinista, sino por connaturalización vital. Las virtudes morales en el contexto de gracia brotan de la vida teologal y concurren a arraigarla e irradiarla. En esta perspectiva se advierte inmediatamente cómo el discernimiento y la decisión no son hechos técnicos; son fenómenos humanos y se inscriben en el contexto de la orientación efectiva de vida, de la l opción fundamental, coherentemente vivida.
Esto lo confirma también algún otro dato. La prudencia es perfeccionada por el don de consejo, y mediante él se inserta en el dinamismo que caracteriza a la fidelidad al Espíritu y a la docilidad a la acción que él ejerce en la humanidad y en la familia de Dios. La forma suprema de justicia es la religión. Esto significa que ella en sus exigencias inspira y orienta todo el proceso prudencial. Por referencia a las perspectivas que abre la religión, la persona discierne y decide los estilos de vida y los comportamientos que hacen gozosa y pacífica la vida de las comunidades con las cuales es solidaria en el reconocimiento de la supremacía de Dios.
Ello permite establecer de modo más correcto las relaciones entre prudencia, obediencia y cualificación de las elecciones de vida. Aunque la persona prudente examina y valora atentamente lo que realiza y el modo de comportarse y de proceder, no quiere decir que deba cada vez discutir los aspectos particulares de su vida. La connaturalidad de la inteligencia con el verdadero bien libra de las vacilaciones y de las rémoras que caracterizan a las fases iniciales de la vida moral y espiritual, facilita la decisión sobre las elecciones que conciernen al proceso cotidiano y favorece la polarización de las energías en los aspectos que cualifican en profundidad la comunión y la presencia en la historia. Las decisiones hay que seguirlas mientras no se verifiquen fenómenos del todo nuevos que impongan reexaminarlas. Este hábito libera en las personas fieles energías extraordinarias, que permiten centrar la atención y la dedicación a la realización de las finalidades decididas como prioritarias. Cuanto más libres son las personas en las situaciones ordinarias de la vida, más disponibles están para las realidades y las metas que hacen bella y armoniosa la vida personal y la comunitaria.
Es éste un aspecto de la realidad humana que no hay que descuidar y que permite leer en una óptica de liberación algunas situaciones generalmente experimentadas como limitativas y constrictivas. Algunas prescripciones relativas a la conducta moral, al modo de comportarse en las comunidades, se considerarían en perspectiva diversa si se las leyera a la luz de la liberación de espacios de espontaneidad para las finalidades normalmente sacrificadas en la sucesión de las solicitudes cotidianas. La doctrina sobre la prudencia no es fin de sí misma, no hay que considerarla en absoluto, es homogénea a la propuesta de vida que la inspira y mira a promover el espacio en el cual es posible la connaturalización con el bien y las personas pueden dedicarse con creatividad creciente al pleno seguimiento de su vocación humana y de su misión histórica en solidaridad con todos. Arrancada de este contexto, la prudencia queda privada de su carácter específico y se reduce a una atención puntillosa e improductiva al detalle, que hace mezquina la vida de las personas y asfixiante la de los grupos y las comunidades.
La Prudencia es una Virtud Moral
11:50 p.m. |
Etiquetas:
Los Valores Humanos
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