Equilibrio, balance. Pareciera que frente al conjunto de virtudes que primero afloran a nuestra mente, son menores, poco conocidas. Inclusive se las puede confundir con tibieza, relativismo. Si por ser equilibrados y balanceados terminamos relativizando a las demás virtudes, claro que caemos en un pecado y no en una virtud: el aceptar todo en aras de promediar las cosas, eso si que no es bueno. Es cobardía, mediocridad, falta de sinceridad, injusticia.
A lo que hoy me refiero es algo infinitamente noble, casi diría que es la argamasa que une a las virtudes al llevarlas a la práctica. Las viabiliza, las hace efectivas. Si, el balance es quizás lo más difícil que nos toca enfrentar cuando deseamos vivir una vida que agrade a Dios, que no sólo sea llevada con animo de cumplir Su Querer, sino mucho más importante, que seamos efectivos a la hora de interpretar y llevar a cabo la Voluntad Divina.
Veamos a la virtud del equilibrio actuando en la práctica, con casos concretos. Hablemos de la verdad: la verdad es un norte que nos guía. Jamás podemos resolver algo que nos aflige, una encrucijada, faltando a la verdad. Sin embargo, la verdad no puede ser dicha a viento y marea y en forma cruda, a todo el mundo, con tal de ser justos abogados defensores de ella. No. Debe ser dicha de modo suave, y en aquella medida que cada alma requiera, en el momento adecuado. A un niño no le podemos decir todas las verdades del mundo recitadas de corrido, sino que hay que dejar que llegue cada etapa de su vida para que las verdades vayan aflorando. Y las que le digamos en tan corta edad, deben ser envasadas con ternura y palabras que sean bálsamo y formación para su alma. A una madre que acaba de perder a su hijo, tampoco podemos ir con una cruda visión de lo que le acaba de ocurrir. Debemos buscar las palabras y aquellas verdades que mejor quepan al momento que vive su alma. Jesús utilizó parábolas las más de las veces, para que las verdades del Reino afloren en forma sugerida. Raramente fue frontal y crudo, porque sabía que eso podía dañar a las almas. El buscaba la suavidad y el esfuerzo de las almas en encontrar esas verdades semiocultas en Su Palabra. El era equilibrado a la hora de transmitir la Verdad de Su Reino, pero jamás faltó a la Verdad ni evitó enfrentarla cuando las circunstancias así lo requerían.
La prudencia es otra gran virtud, que si no es aplicada con equilibrio, puede llevarnos por mal camino. Prudencia que nos hace humildes y sencillos, pero que nos puede llevar a la cobardía si no es aplicada con equilibrio. Jesús fue prudente a lo largo de toda su vida, pero cuando tuvo que ir a Jerusalén a dejarse atrapar por Sus enemigos, o cuando habló con Su Verdad frente al templo o los romanos, supo dejar que se quebranten los principios de la prudencia para dejar paso al heroísmo. Lo mismo había hecho cuando curaba en día sábado, oponiéndose a las reglas del pueblo de Israel que El mismo representaba. Una cosa es la prudencia, y otra muy distinta es oponerse al cambio necesario, cuando así lo requieren las necesidades dictadas por el amor debido a Dios.
La justicia es una gran virtud, de hecho en el pueblo de Israel se llamaba justos a quienes nosotros llamaríamos santos. Sin embargo, la justicia llevada al extremo nos lleva a juzgar a los demás. El equilibrio es fundamental a la hora de comprender que debemos defender las cosas justas y la justicia, pero sin caer en juzgar a los demás, sabiendo que sólo Dios ve en los corazones. Sólo Dios puede juzgar y comprender las motivaciones de las almas. También el orden y la disciplina son grandes virtudes. Sin embargo, aplicadas sin equilibrio nos pueden conducir rápidamente a la intolerancia y la discriminación. Aceptar que el orden de Dios no es exactamente como el que nosotros comprendemos, nos lleva a ver con claridad que un adecuado balance nos hace aceptar situaciones que no caben dentro de lo que nuestra mente tiende a concebir como “orden y disciplina”. San Juan Bautista vivía en el desierto alimentado de langostas y miel, cubierto su cuerpo con pieles de animales del lugar. No es una forma de vida que uno pueda concebir como ordenada, en lo humano. Sin embargo él no sólo fue el último profeta de Israel, también fue el que más pregonó y gritó por el respeto al orden establecido en la Ley de Dios.
La fortaleza con que debemos llevar adelante nuestra vida también forma parte de lo que necesitamos tener en nuestra maleta espiritual. Sin embargo, el exceso de fortaleza nos puede conducir a llevarnos por delante a los demás, a no dejar que el tiempo permita que las almas digieran y asimilen la comida espiritual que se les suministra. Podemos echar a perder un buen plato espiritual por acelerar demasiado el fuego en que se está cocinando. El equilibrio en este caso es saber manejar los tiempos en los que debemos empujar y aquellos en los que debemos simplemente callar y esperar.
Podríamos seguir de éste modo analizando la aplicación del equilibrio a muchas otras virtudes y dones, y de hecho los invito a hacerlo en meditación o dialogo fraterno. Pero creo ya comprendieron a qué me refiero. El equilibrio, en realidad, es el amor puesto en práctica. El amor y la caridad que nos dan la gran regla de vida. Ser virtuoso es llevar una vida guiada por las virtudes que a Dios agradan, pero haciendo que el amor vaya marcando el camino, la senda por la que esas virtudes son administradas a los demás. Ser prudente cuando así hace falta, pero ser fuertes y comprometidos soldados de Dios cuando las circunstancias así nos invitan, decir las verdades del modo y en el momento en que hacen bien a las almas, o del modo que reduzca el dolor cuando es inevitable expresar algo que lastimará a alguien. Defender el orden y disciplina sin caer en la histeria o intolerancia, aceptando los puntos de vista de los demás, siempre buscando mover la aguja de la brújula en dirección al amor de Dios.
Jesús tuvo una paciencia infinita, una fortaleza infinita, una prudencia infinita, un amor infinito. El tuvo un equilibrio perfecto, supo administrar Su perfección en el amor de tal modo que en cada circunstancia se veía la respuesta más adecuada, la que más servía a Su propósito de salvarnos. Los hombres muchas veces no sabemos cómo reaccionar en cada momento, aunque tengamos rectas intenciones en nuestro corazón. Y nos damos cuenta que fallamos, aunque busquemos hacer bien a los demás.
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